Cuando el tren descendió, y atrajo consigo el sonido único del túnel, me asusté. Porque se me taparon los oidos, y también la garganta.
En un segundo mis compañeros de viaje se transformaron en seres distantes, fríos, azules y maquinarios. Mis pupilas se dilatan. Varios conversaban entre ellos, y tenían gestos parecidos a los de mis amigos. Uno que otro dirigía sus cuencas faciales hacia mí, y esbozaba una grieta ondulada, lejano de una sonrisa. El corazón me latía más rápido, muchísimo más rápido. Me senté en el suelo, y apreté mi mochila. La abracé con la desesperación, como un niño perdido en el tráfico matutino. Era mi mochila, mía, era verdadera, y con mi respiración, cálida.
Pasan milésimas de segundos, y me doy cuenta que no me senté, sino.. realmente me desplomé en el piso. Las masas uniformes dirigieron todos los agujeros, todos sus silencios y temores, en mi dirección. Quería llorar. Mi piel se puso como la de una gallina. Lloré. Mis lágrimas corrían sin prisa por mis mejillas. Mi nariz se comienza a congestionar, mi rostro se afiebra. Comenzé a gemir. Estaba aterrada. ¿Qué hacía allí? Necesitaba mi casa, mi cama, mi lugar. El ahogo apareció lento, asfixiante. Mi cuerpo temblaba dentro de esa cueva en movimiento, los matices me mareaban. Las luces que aparecían por la ventana, eran fugaces. Era el cielo pasando inadvertidamente fuera de mi tren. Quería correr, pero las chispas de velocidad me hacían retroceder.
Estación Terminal Vicente Valdés.
El cielo se detuvo, aparece el cemento, lo blanco.. Desaparecen las masitas, y se convierten en una masa. Grande, Rosada y sin vida.
Correr. Correr sin aliento. No dejarme arrastrar por el cardumen.
Un cuerpo amarillo me repetía: ¿Crisis de pánico?¿Crisis de pánico?, mientras su tentáculo afirmaba mi brazo con forzada benevolencia.
No resistí, me desmayé, pensé que en la quietud de mi mente, quizás me podría sentir un poco más acompañada.. Mas cuando logré recuperar la consciencia, hacia tanto frío, que no quise abrir los ojos.
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